Hay todo tipo de personas, según la cantidad de aspectos que la vida misma tenga. Desde los más grandes hasta los más pequeños y frecuentes, inclusive aquellos que se remiten a ese aparatejo raro inventado por el humano.
El cepillo de dientes, ese palito de plástico con pelos en la punta, entra en uno de los objetos más trillados y buscados cotidianamente. Supuestamente nadie le presta atención. Sus pocos y escasos mimos del día, se basan en unas sacudidas frenéticas a modo de electroshock por culpa de estar estático durante horas en aquel agujero, sin tener utilidad alguna hasta el segundo antes de esta acción misma. El primer y único síntoma de aquel electroshock crónico es una espuma blanca llena de baba y mentol, cuyas mutaciones expresan cada uno de los momentos de nuestro día; como si fuera la borra del café, pero en este caso, de café instantáneo.
No tiene nombre propio. Solo se remite al mero “cepillo de dientes”, teniendo en cuenta que el primer sustantivo es compartido con otros objetos para los fines más diversos.
Así y todo, hay una realidad: nadie quiere sepultar a su cepillo de dientes.
Por algún motivo que desconocemos, una persona normal no puede tolerar tirar su propio cepillo, por más que éste se encuentre agonizando y expresando su inutilidad mediante las cerdas dobladas.
Pero no es algo absolutamente exento a uno; sino más bien hay una organización implícita en este hecho.
Cuando el cepillo queda en el mismo lugar durante dias, alguien ajeno al hecho empieza a sospechar lo lógico: su inutilidad. Por un motivo, el cual desconocemos, el propietario del objeto no puede admitirlo y lo deja en aquel lugar durante el tiempo suficiente para que otro acceda al papel de verdugo. Este acto se repite una y otra vez, de generación en generación. Y el único testigo de ello, es esta organización tácita que se generó para quitar un trauma infantil más de la lista de los innecesarios.
• Sé pillo y cepillá.
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